La Tiendita de Antigüedades (Micro relato)
Don Edgardo a sus 75 años de edad, había estado
coleccionado por años objetos antiguos que le llamaban la atención: llaves,
adornos, postales, cartas, cajitas, relojes, espejitos, revistas y un sinfín de
objetos y por fin se decidió a abrir su tiendecita en una casona muy antigua
del centro de la ciudad de Guatemala.
La casa estuvo en restauración y por fin la
inauguraron como centro cultural. Consiguió
allí un espacio para abrir su tiendecita de antigüedades, con estantes y todo.
Todos los objetos iban justo con la decoración de la
casa. Cuentan que fue una de las
primeras mansiones construidas allá por el año 1800, cuando la ciudad estaba en
pleno apogeo comercial y arquitectónico. Pertenecía a una familia muy
acaudalada que exportaba telas de varias partes de Europa para su comercio en
la ciudad. La historia de dicha casona
era muy interesante. Años más tarde fue
un reconocido colegio de señoritas, pero el deterioro por la humedad y la
madera podrida, ocasionó que el colegio se mudara a otro lugar y la casa
quedara abandonada por un largo tiempo.
Actualmente al ingresar hay un gran patio central
lleno de hermosas plantas y flores, mesas para tomar café y salones para clases
de arte como pintura, música, baile y otras actividades culturales. Estar allí realmente es como un viaje al
pasado; un espacio abierto ideal para reunirse con los amigos durante la
pandemia del 2020.
Un día se acercó un cliente a curiosear todos los
artículos que don Edgardo estaba vendiendo.
Le llamó la atención una máquina de escribir de 1945 marca Royal, un
juego de té de porcelana y un reloj muy antiguo de bolcillo, entre otras piezas
interesantes.
El caballero le comentó a don Edgardo que reconocía
varias de las piezas que estaba vendiendo y que había conocido muy bien a los
dueños de aquella casona, por lo que se inició una larga conversación entre
ambos aquella tarde tranquila.
Pasaron varios meses y entre actividades culturales y señoras
que visitaban la casona añorando sus años de colegio en esos corredores y
grandes salones; don Edgardo estuvo muy ocupado olvidándose de aquél curioso
caballero lleno de historias y de semblante muy apacible que no pasaba de 40
años de edad, vestido muy elegante y de finos modales.
Una tarde nublada, don Edgardo estaba sentado en una
de las mesas del corredor leyendo un periódico, tomando una taza de chocolate y
acariciando a uno de los gatos de la casa que tenía sobre las piernas, cuando
de pronto frente a él le saludó muy cordialmente el caballero, se hacía llamar
Diego de Portocarrero. Don Edgardo no
pudo ponerse de pie por el gato, pero hizo un gesto de bienvenida invitando al
caballero a tomar asiento y llamó al camarero para que le llevara otra taza de chocolate.
Fueron varias horas de larga conversación, fue
sorprendente la cantidad detalles que dicho caballero narraba sobre la casa. La gente que trabajaba en la venta de las
telas, los precios de la época cuando todavía se usaban los pesos antes de que
en Guatemala se instituyera el Quetzal como moneda nacional un siglo
después.
Fue realmente un viaje en el tiempo y así transcurrió
buena parte de aquella tarde de tertulia.
De pronto, a lo lejos, dos personas le hicieron señas a don Edgardo que
querían ver algunos de los artículos de la tienda dejando por un momento solo
al caballero en la mesa. Minutos más tarde, don Edgardo regresó a la mesa, pero
el caballero ya no estaba, le pareció extraño que la taza de chocolate estaba
intacta y encontró una pequeña llave muy antigua sobre la mesa, que guardó por
si alguna vez regresaba tan misterioso personaje.
Un día la encargada del centro cultural descubrió un
antiguo escritorio que quiso limpiar y desocupar, aparentemente parte del
mobiliario original de aquella casona.
Invitó a don Edgardo a que le ayudara pues con su basto conocimiento en antigüedades,
resultaría fascinante descubrir los artículos que salían de aquellos cajones un
tanto atorados, había uno cerrado con llave.
Don Edgardo tuvo una corazonada de utilizar la llave olvidada de aquél
caballero y, el cajón… se abrió.
Papeles, libros, plumas, monedas, sellos postales y
muchas cositas que aparecían por allí. De
pronto… ¡cayó al suelo un viejísimo álbum, esparciendo por el piso algunas
fotografías muy antiguas, de esas que son en blanco y negro y color sepia!
¿¡Cuál sería la sorpresa de don Edgardo y de la encargada
al ver en una de las fotografías un personaje con las mismas características
del caballero que visitaba la casa!?
La fotografía, fechada en 1845, pocos años después de
que llegara la primera cámara fotográfica a la ciudad. El mismo traje, el mismo
cabello, el mismo semblante... Don
Edgardo muy escéptico, no les ponía atención a las historias de fantasmas y
aparecidos, pero se le hizo familiar tan extraña coincidencia con el parecido
del visitante al mismo tiempo que un escalofrío recorría toda su espalda.
No fue sino hasta días más tarde al revisar varios de
los libros y cuadernos del escritorio, que, con letra caligráfica de la época,
se repetía el nombre de «Diego de Portocarrero» que don Edgardo, aún
sorprendido, supo que había estado conversando con un espectro del pasado;
indagando aún más, confirmó su teoría no solo con la fotografía y los
documentos firmados, en un antiguo libro de historia de la ciudad.
Entendió entonces las intenciones de dicho visitante,
ofreció una misa para que su alma descansara en paz y decidió colocar los
recuerdos encontrados en el escritorio, en una vitrinita que puso en exposición
en un salón especial de la casa; delicadamente hizo unos pequeños cartelitos
con fechas y contando anécdotas que don Diego le platicó, para que hoy en día
los visitantes del centro cultural tuviesen más información sobre la historia de
tan antigua casona. ©
Por: Claudia Bermúdez Wilhelm
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